martes, 28 de abril de 2020

LENGUA Y LITERATURA 2 "B" - PROF. CLAUDIA CHAVEZ


En la clase del día de hoy vamos a comenzar con nuestro ciclo lector. En el encuentro de la semana pasada nos tomamos tiempo para escribir, ahora es tiempo de comenzar el camino hacia la lectura. Por eso la propuesta será que leas el siguiente cuento del escritor Horacio Quiroga y respondas a las preguntas que se proponen.


Pero primero veamos: ¿Quién fue Horacio Quiroga? 
Este escritor nació en Uruguay a finales del Siglo XIX pero se nacionalizó argentino y aquí vivió. Podemos decir sin dudas que su lugar preferido era Misiones, donde se estableció y vivió con su familia (en intervalos y con sus diferentes esposas, pero siempre amo esta provincia). Justamente, la selva misionera, los montes, van a inspirar y estar presente en gran parte de su obra. La fauna, la flora del lugar y la vida propia del lugar van a estar reflejados en sus cuentos como podremos ver en el que leeremos.


Guía de lectura: “De caza”, Horacio Quiroga


1. ¿Por qué el narrador señala que “la noche fue cruel”?

2. ¿Dónde transcurre la historia? Justifica.

3. ¿Quién cuenta la historia: alguien a quien le contaron lo sucedido o alguien que lo vivió?

4. Si tuvieras que resumir el relato en tres acciones ¿Cuáles serían?

Por favor copiá la guía en tu carpeta y después leé el cuento para poder responderlas (Aclaración importante: no tenés que copiar el cuento. Solo hay que leerlo).


“De caza”, Horacio Quiroga


Una vez tuve en mi vida mucho más miedo que las otras. Hasta Juancito lo sintió, transparente a pesar de su inexpresión de indio. Ninguno dijo nada esa noche, pero tampoco ninguno dejó un momento de fumar.
Cazábamos desde esa mañana en el Palometa, Juancito, un peón y yo. El monte, sin duda, había sido batido con poca anterioridad, pues la caza faltaba y los machetazos abundaban; apenas si de ocho a diez nos destrozamos las piernas en el caraguatá tras de un coatí. A las once llegaron los perros. Descansaron un rato y se internaron de nuevo. Como no podíamos hacer nada, nos quedamos sentados. Pasaron tres horas. Entonces, a las dos, más o menos, nos llegó el grito de alerta de un perro. Dejamos de hablar, prestando oído. Siguió otro grito y, enseguida, los ladridos de rastro caliente. Me volví a Juancito, interrogándolo con los ojos. Sacudió la cabeza sin mirarme.
La corrida parecía acercarse, pero oblicuando al oeste. Cesaron un rato; y ya habíamos perdido toda esperanza cuando, de pronto, los sentimos cerca, creciendo en dirección nuestra. Nos levantamos de golpe, tendiéndonos en guerrilla, parapetados tras de un árbol, precaución más que necesaria, tratándose de una posible y terrible piara, todo en uno.
Los ladridos eran, momento a momento, más claros. Fuera lo que fuera, el animal venía derecho a estrellarse contra nosotros.
He cazado algunas veces; sin embargo, el wínchester me temblaba en las manos con ese ataque precipitado en línea recta, sin poder ver más alla de diez metros. Por otra parte, jamás he observado un horizonte cerrado de malezas, con más fijeza, y angustia que en esa ocasión.
La corrida estaba ya encima nuestro, cuando, de pronto, el ladrido cesó bruscamente, como cortado de golpe por la mitad. Los veinte segundos subsiguientes fueron fuertes; pero el animal no apareció y el perro no ladró más. Nos miramos asombrados. Tal vez hubiera perdido el rastro; mas, por lo menos, debía estar ya al lado nuestro, con las llamadas agudas de Juancito.
Al rato sonó otro ladrido, esta vez a nuestra izquierda.
-No es Black -murmuré mirándolo sorprendido. Y el ladrido se cortó de golpe, exactamente como el anterior.
La cosa era un poco fuerte ya y, de golpe, nos estremecimos todos a la misma idea. Esa madrugada, de viaje, Juancito nos había enterado de los tigres siniestros del Palometa (era la primera vez que yo cazaba con él). Apenas uno de ellos siente los perros, se agazapa sigilosamente tras un tronco, en su propio rastro o él de un anta, gama o aguará, si le es posible. Al pasar el perro corriendo, de una manotada le quita de golpe vida y ladrido. Enseguida va al otro y así con todos. De modo que, al anochecer, el cazador se encuentra sin perros en un monte de tigres sicólogos. Lo demás es cuestión de tiempo.  
Lo que había pasado con nuestros, perros era demasiado parecido a aquello para que no se nos apretara un poco la garganta. Juancito los llamó, con uno de esos aullidos largos de los cazadores de monte. Escuchamos atentos. Al sur esta vez, pero lejos, un perro respondió. Ladró de nuevo al rato, aproximándose visiblemente. Nuestra conciencia angustiada estaba ahora toda entera en ese ladrido para que no se cortara. Y otra vez el grito tronchado de golpe. ¡Tres perros muertos! Nos quedaba aún otro, pero a ese no lo vimos nunca más.
Ya eran las cuatro; el monte comenzaba a oscurecerse. Emprendimos el mudo regreso a nuestro campamento, una toldería abandonada, sobre el estero del Palometa. Anselmo, que fue a dar agua a los caballos, nos dijo que en la orilla, a veinte metros de nosotros, había una cierva muerta.
Nos acostamos alrededor de la fogata, precaución que afirmaban la noche fresca y los cuatro perros muertos. Juancito quedó de guardia.
A las dos, me desperté. La noche estaba oscura y nublada. El monte altísimo, al lado nuestro, reforzaba la oscuridad con su masa negra. Me incorporé en un codo y miré a todos lados. Anselmo dormía. Juancito continuaba sentado al lado del fuego, alimentándolo despacio. Miré otra vez el monte rumoroso y me dormí.
A la media hora, me desperté de golpe; había sentido un rugido lejano, sordo y prolongado. Me senté en la cama y miré a Anselmo; estaba despierto, mirándome a su vez. Me volví a Juancito.
-¿Toro? -le pregunté, en una duda tan legítima como atormentadora.
-Tigre.
Nos levantamos y nos sentamos al lado del fuego. Los mugidos se reanudaron. ¿Qué íbamos a hacer? Desde ese instante, no dejamos un momento de fumar, apretando el cigarro entre los dedos con sobrada fuerza. Durante media hora, tal vez, los mugidos cesaron. Y empezaron de nuevo, mucho más cerca, a intervalos rítmicos. En la espera angustiosa de cada grito del animal, el monte nos parecía desierto en un vasto silencio; no oíamos nada, con el corazón en suspenso, hasta que nos llegaba la pesadilla sonora de ese mugido obstinado rastreando a ras del suelo.
Tras una nueva suspensión, tan terrible como lo contrario, recomenzaron en dirección distinta, precipitados esta vez.
-Está sobre nuestro rastro -dijo Juancito. Bajamos la cabeza y no nos miramos hasta que fue de día. Durante una hora, los mugidos continuaron, a intervalos fijos, dolorosos, ahogados, sin que una vez se interrumpiera esa monotonía terrible de angustia errante. Parecía desorientado, no sé cómo, y aseguro que fue cruel esa noche que pasamos al lado del fuego sin hablar una palabra, envenenándonos con el cigarro, sin dejar de oír el mugido del tigre que nos había muerto todos los perros y estaba sobre nuestro rastro.
Una hora antes de amanecer, cesaron y no los oímos más. Cuando fue de día, nos levantamos; Juancito y Anselmo tenían la cara terrosa, cruzada de pequeñas arrugas. Yo debía estar lo mismo. Llevamos al riacho a los pobres caballos, en un continuo desasosiego toda la noche. Vimos la cierva muerta, pero ahora despedazada y comida.
Durante la hora en que no lo oímos, el tigre se había acercado en silencio, por el rastro caliente; nos había observado sin cesar, contándonos uno a uno, a quince metros de nosotros. Esa indecisión -característica de todos modos en el tigre- nos salvó, pero comió la cierva. Cuando pensamos que una hora seguida nos había acechado en silencio, nos sonreíamos, mirándonos; ya era de día, por lo menos.

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¿DÓNDE ENTREGO?


Tenés varias opciones:


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NUESTRA PRÓXIMA CLASE EN VIVO SERÁ EL MARTES 5 DE MAYO A LAS 16 HS.

¡Que tengan una excelente semana!

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